Fue en los billares donde lo vi por primera vez. Yo
siempre iba con desgana, con la misma que me llevaban mis amigos porque no era
bueno en ninguno de los juegos en que ellos se divertían. Yo solía alejarme y
echar algunas monedas en las Petaco donde iba sacando partidas gratis hasta que
mis amigos se cansaban de vociferar en los futbolines y proponían cualquier
otra aventura en la que yo siempre era espectador silencioso.
Hasta el día que
me crucé con él en la puerta.
Volví a verlo otras veces jugando al billar o a los
futbolines donde su cuerpo prieto y musculado se movía con la facilidad de un ser
creado genéticamente para dominar esos juegos varoniles. Su hermosura era la de
un dios mitológico y su cuerpo robusto como la del Minotauro. El deseo que
despertó en mi cambió mi vida y fue alejándome de los amigos pasados.
El tiempo pasó y nunca hablamos. Coincidíamos en los
bares pero nunca hablamos. Siempre lo deseé. Se caso, alguien me lo dijo, y yo me
convertí en la reina de la noche. Y despareció. Yo casi lo olvidé y el tiempo
pasó.
Una madrugada lo vi acercarse hacia el lugar que yo
ocupaba en la barra, su mujer estaba de vacaciones y él estaba solo. Parecía un
lobo que está a punto de mostrar su vientre ante un animal superior, y nos
fuimos juntos. Follamos hasta primeras horas de la tarde. Tenía cuarenta años
pero su cuerpo seguía siendo tan hermoso como antes. Él abrazaba mi cuerpo
delgado como un preciado tesoro perdido y reencontrado. Después hablamos de la
vida, de nuestras vidas pero nunca mencionamos el deseo contenido que habíamos guardado
durante tantos años. Me despedí satisfecho como una novia recién estrenada y no
volvimos a vernos.
Hasta el día que lo traicioné.